En principio, esos datos no viajaban directamente relacionados con una persona, pero todos recordamos que, desde el día 0, para comprar un iPhone era requisito indispensable vincular el IMEI a una persona y a una tarjeta de crédito. Cruzar dos bases de datos, es juego de niños no sólo para Apple, sino para cualquier informático. Lo denunciamos y consideramos la importancia que podía tener que un terminal que se había regalado a todo ser relevante en el planeta registrara y transmitiera información, del tipo que fuera, sobre los propietarios del mismo.
A los pocos meses, en ese rosario de texto que aparece al iniciar cualquier teléfono, sistema operativo o aplicación, se recogía explícitamente la autorización de los usuarios al uso de esos datos.
Lo evidente: todos y cada uno de nosotros, somos un sensor del big data (y del small data también); cada vez que pulsamos sobre un ‘aceptar’, autorizamos a las grandes empresas tecnológicas e incluso a los pequeños desarrolladores la intromisión en nuestras vidas. Y porque la ignorancia no exime del delito, ni del pecado, ni siquiera de la torpeza, el verano y el escándalo del espionaje me dejaron perpleja; ya que sólo hay un hecho cierto: nos guste o no, cada uno de nosotros somos los espías de nosotros mismos.